Acantilados

acantilado

Me gusta conducir por la costa. Bajar la ventanilla, inhalar profundamente el aroma del mar… La carretera bordea los acantilados y la imagen imponente me sugiere cierta fiereza. La montaña parece burlarse del humano y de la civilización. Esa verticalidad pétrea se erige soberbia ante mis ojos, recordándome su condescendencia ante los osados hombres que han irrumpido por sus laderas abriéndose camino por la tortuosa vía.
Oteo el horizonte y en mi visión se mezclan rocas, curvas y el mar sereno y oscuro. Me gustaría cerrar los ojos. Me mecen los sonidos como un cántico soporífero, el rugir del motor y el mar de fondo rompiendo las olas contra las rocas. Hago un esfuerzo para no cerrarlos. Es como la sensación del vértigo, un vacío que te asusta y te seduce al mismo tiempo. Un hilo invisible y potente que tira con fuerza y te mezcla con la imagen y los sonidos hasta que pierdes la sensación física y temporal.
De pronto suena una alarma en mi cerebro, ¡No cierres los ojos!, me obligo a mantenerlos abiertos. No tengo sueño, pero quiero ocluirlos suavemente. Sin embargo la razón puede de nuevo y los mantengo abiertos, atentos a manejar el volante y a estar pendiente de cada movimiento. Nada se escapa, como si en vez de dos ojos, fueran miles los que tengo observando cada detalle.
Y apareces tú, una vez más. Siempre.
Y sonrío.
Mis ojos ahora ya no quieren apagarse, quieren estar abiertos y verte. Imagino que voy a tu encuentro. Ya no hay vértigo, ni vacío, ni siquiera miedo a caer, algo tan innato en mí. Sin darme cuenta he aumentado la velocidad, ¿Será el anhelo?
En un segundo infinito he inventado un mundo, un tiempo y un lugar, donde tú y yo observamos cómo se encuentra el mar con las rocas. Oímos la espuma y la sal, mientras el viento nos sopla y las nubes del otoño nos tapan el sol. Nuestras miradas se funden. No hay música ruidosa en nuestro mundo sin objetos. Sólo estamos nosotros. Sin hablar.
Alzo levemente la vista y los acantilados me recuerdan la verdad, como si de una especie de espada de Damocles se tratara, que en cualquier momento tienen el poder de caer sobre mí y clavarme, por haber cometido la osadía de inventarme un segundo infinito.

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